Este cuento está basado en uno escrito por José Saramago,cuyo título es "La flor más bella del mundo". En él, Saramago hace una invitación a que escribiéramos o que nos atreviéramos a contar la misma historia, porque según Saramago "él no sabe escribir cuentos para niños". Soy un osado, y con su permiso me puse manos a la obra. Éste es el resultado. El cuento es un homenaje a su autor y está dedicado a mis alumnos del CEIP Gran Canaria,donde compartimos juntos cuatro cursos, justamente hasta el curso pasado. Para ellos y con todo mi respeto al autor, a este magnífico escritor.
En no lejanos y olvidados tiempos, queridos niños, vivía en una aldea de su pequeña isla, un niño. Se llamaba José. Sus abuelos habían llegado a la isla hacía muchísimos años. Venían de un país lejano, tan lejano como los tiempos olvidados, en los que no hablaban su misma lengua. Sus padres trabajaban muchísimo, en los invernaderos cercanos, que formaban un mar de plata en la ladera de la pequeña aldea.
Un día a comienzos de primavera, José, al que le encantaba jugar, se encontraba en el pequeño huerto familiar donde los sarantontones, rojos como la sangre y salpicados de gotas de lluvia negra, habían aparecido a cientos. José, jugaba y jugaba, y cantaba y cantaba aquella canción:
Sa – ran – ton – tón, sa – ran – ton – tón… Lunares pequeñitos, sa – ran – ton – tón.
Cantando y cantando, y saltando y volviendo a saltar de tabaiba en tabaiba en el viejo tabaibal, se adentró en el poderoso Barranco de La Aldea. Así era como lo llamaban en el pueblo: El Barranco de La Aldea.
Era un barranco muy profundo y seco. Tan seco que la tierra, junto a la lluvia de olvidados tiempos, había construido como por arte de magia caparazones de tortuga que se dibujaban en el barro. Esto se había repetido siempre, muchísimo tiempo atrás, porque los barrancos de aquella isla estaban deseosos de lluvia. Tan secos estaban que la gente rogaba que lloviera. Y desde remotos tiempos, queridos niños, los habitantes de la isla habían bailado, implorando desde las más altas montañas de la isla la lluvia tan querida. José trataba de atrapar los caparazones dibujados, pero al instante desaparecían. Así siguió y siguió durante el tiempo que se escapa de las manos. Y sin casi darse cuenta se encontró en el Límite prohibido del barranco. De todos era bien sabido que a quien osara atravesarlo, sabiéndolo o no sabiéndolo, algo extraño le ocurriría.
José, saltó y saltó, cantó y siguió cantando, intentando atrapar los caparazones dibujados en el barro. Y sin pensarlo, atravesó la línea mágica e invisible del juego en el que los niños viven:
EL
L
Í
M
I
T
E.
¿Qué era el límite?
En los tiempos de hadas y princesas encantadas era lo prohibido, lo que no se puede tocar ni no tocar, lo que no se puede decir ni no decir, lo que no se puede amar ni dejar de amar. Siempre, desde tiempos muy antiguos había sido así. Nadie lo había visto ni no visto, ni tocado ni no tocado, ni dejado de tocar. Ése era el límite. El límite le habló a José, y éste sin pensarlo se preguntó:
¿Qué hago?
¿Voy o no voy? ¿Sigo o no sigo?
Y fue. Y siguió el camino que había emprendido. Un camino que sería largo y arriesgado.
El Barranco de la Aldea, así era como todos lo conocían en la isla, serpenteaba, como lo hacen las grandes serpientes por lugares remotos y escondidos del planeta. José decidió cortar camino, campo a través, de extensos cercados abandonados, junto a milenarios dragos de sangre que, en otros tiempos habían estado, circundados de flores de mil y una especies. En aquel lugar reinaba un profundo y vacío silencio que retumbaba hasta en los oídos del más sordo de los sordos. El olor a retama todavía impregnaba aquel doloroso silencio y un calor aplastante hacía difícil la vida. Sólo alguna que otra lisa era vista y no vista al instante. José siempre lo supo, pero era esta vez su propia vista la que pudo llegar al desierto más desierto de los desiertos. Era así. Siempre lo había escuchado: pequeñas tacitas de arena, dispuestas boca abajo, que el viento construía a su antojo. Era un mar de arena muerto. Era un mar de dunas. Lo había oído nombrar… Lo nombraban continuamente:
U A
E L M A R D E D N S
U A
Las Dunas del Planeta rojizo como el sol. Las D N S
del planeta M – A – R – T _ E.
En la más profunda lejanía de aquel desierto de dunas, divisó un cuerpo extraño a su ahora diáfana vista. Anduvo y anduvo, enterrando los pies en la escurridiza arena, dejando atrás el límite del barranco, donde la lluvia había desaparecido: gateando subió por aquellos pequeños y no tan pequeños montículos de arena. Cuando superaba uno, se dejaba rodar por sus laderas. Casi sin fuerzas, desfallecido, subió y rodó tantas veces hasta conseguir la cima tan ansiada.
Con las manos apartó la arena acumulada en sus ojos. Se los restregó, intentando al mismo tiempo erguir su cuerpo, para poder apreciar lo que allí se encontraba. Era una flor, doblada en sí misma, casi marchita.
Al verla no lo pensó dos veces; decidió salvarla. Y murmuró:
A
G
U
A,
necesita
A
G
U
A.
Y corrió a buscarla. Tanto corrió que atravesó el planeta de punta a punta. Llegó al río Limpopo, donde el elefante había conseguido su trompa, pero estaba seco. Saltó al río más largo de aquel lugar. Al río de las aguas rojas, El Gran Nilo, pero esta vez tampoco lo consiguió. Un inmenso lecho rojo de muerte lo recorría. Se adentró en uno de los países más pobres del planeta que poseía un río sagrado que nunca se secó, era el río Badmati. Y allí tan dolorido y cansado, consiguió juntando sus manos, formar un pequeño cuenco, y recogió con gran dolor, entre los hilillos de agua, la suficiente para salvar la flor.
Atravesando de nuevo el planeta donde todo se secaba, consiguió llegar a la pequeña duna que está más allá del límite: en el desierto más desierto de todos los desiertos. Sólo tres gotas logró salvar del agua que llevaba, y con inmenso amor las dejó caer una a una en la marchita flor. En ese mismo instante el aire se impregnó de un olor intenso, hasta ese momento nunca visto ni olido. La flor comenzó a crecer, y se abrieron sus pétalos, y ya daba sombra. Y el niño que había recorrido todo el planeta, y que había llegado al país más pobre de los pobres, se echó bajo la flor y se quedó dormido en el más profundo de todos los sueños: no era el sueño de la muerte ni de la vida, ni de cuando se sueña ni se deja de soñar. Era algo inexplicable: su sueño se adentró en el sueño y no despertó. Y en el no despertar, logró adentrarse y logró cambiarlo: oyó las voces que lo llamaban, logró reconocerlas y entre las voces, acunado, regresó a su aldea. Allí, donde todos lo esperaban para aclamarlo.
Aquella mañana, despuntando el alba, amaneció la calle con grandes trazos de blanco: cientos y de todas las formas posibles habían sido dibujados por las manos inexpertas de la gente de la aldea. En cada trazo se adivinaba quién lo había dibujado: trazos gruesos, delgados, sin acabar, con el pulso inseguro...; con líneas horizontales, espirales, en zig-zag..., garabatos, puntos...; rayas cortas, y alargadas como el horizonte. Los trazos, como por arte de magia, se agrupaban y desagrupaban formando palabras, que nadie, en aquella aldea conocían: PARABENS, NAMASTE, OM, SHANTI que apuntaban hacia el principio y futuro del planeta.
En su camino a la fábrica era inevitable no ver las calles engalanadas con banderas hechas de papel de todos los colores habidos y por haber, con flequillos y agujeros de mil y una formas. Aún se podía saborear el olor, el frescor de la masa de papa fresca hecha a mano con que habían sido pegadas. Todos estaban regocijados: vestían trajes típicos y la música lo inundaba todo, hasta la más pequeña flor se había erguido para felicitarlo.
Todos, no faltó nadie. Se reunieron en la fábrica de la aldea, en la procesadora de tomates. Allí estaba su padre, su madre y su abuelo Jerónimo, que siempre le había enseñado a respetar a los que más saben, que no a los que más mandan; a todos, sólo con aquella única distinción.
Su amigo del alma, José de los Reyes, con los pies descalzos cómo solían estar en su aldea, gritaba sin parar: “!Es mi amigo, mi amigo…!”
Decenas de personas de las aldeas próximas se acercaron para celebrar el acontecimiento. Se leyeron poesías. Hubo lecturas y emotivos discursos de las autoridades. Un cantautor venido de otra de las islas con su poderosa y melodiosa voz, hizo poner los pelos de punta a cualquier ser viviente a más de mil millas de distancia.
Decía así:
Tiempo para amar
sentir, soñar
pensar que estamos
vivos
Tiempo para el tiempo
en el olvido
Tiempo de crecer
y de esperar
Tiempo en el destino
Tiempo en la niñez
reír, jugar, crecer
en uno mismo
Tiempo para el
Tiempo indefinido
L. Pastor
Cuando le preguntaron a José cómo llegó a hacerlo, contestó: “No sé, sólo hice mi trabajo. Nada más.”
La vida había vuelto, con tan solo un gesto. Y como dicen los niños de primero de la isla de aquella pequeña aldea, este cuento, este bonito cuento, se acabó. Perdonando la vanidad de aquel escritor, que pensando que aquella historia era la más bonita de las historias que se hayan escrito desde los tiempos de hadas y princesas encantadas.
¡Hacía ya tanto tiempo de eso…!
Con perdón, a aquel autor que buscó la realidad de sus recuerdos.
sábado, 27 de marzo de 2010
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